lunes, agosto 03, 2009

Ese día, la ciudad tenía un sabor extraño.
El carnaval era igual a 30 años atrás cuando su padre lo llevaba sagradamente aquel domingo de rigor. Sabía que ese día amanecería más temprano; no porque en la televisión fueran a pasar los programas aquellos que tanto caracterizaron su infancia sino porque su madre, solícita, lo levantaba a eso de las siete para peluquearlo, restregarlo, bañarlo, vestirlo y perfumarlo; de manera que a la una ya estuviera listo para cuando el padre pasara a recogerlo. No era claro para él ni aún hoy si la idea de ir al carnaval lo entusiasmaba o no; lo cierto es que ese domingo él; lloviera, tronara, temblara, hubiera tsunami o guerra, iría con su padre al carnaval. Y sí, veían las vacas enormes que no se veían sino en carnavales como esos, veían a los caballos con caminados despampanantes y afeminados, veían a los señores vendiendo sombreros al lado de las vendedoras de mazorcas y veían los tractores aunque de lejos. No era claro para él si todo esto lo entusiasmaba, decía. Lo que sí era claro y cristalino en su memoria, es que le gustaban el algodón rosado y las bombas plateadas infladas con helio. Claro que en ese entonces, para él el porqué se le llamaba algodón era una incógnita en cada mordisco, porque; ¿cómo era posible coser una camisa con ese algodón tan delicado que sólo con el tacto se disolvía? Quizá por eso se comía -pensaba-, porque era muy suave como para coserlo y en cambio era propicio para el paladar. Con las bombas era peor; tener una de estas inflada de helio; que entre otras cosas, en ese entonces él ignoraba qué era el helio, era algo inimaginable; simplemente él pensaba que las inflaban con aire caliente. La sensación de tener una bomba de estas era todo menos placentera; iba, durante todo el camino, mirando el nudo que le habían hecho en la muñeca con la cuerda que se amarraba a la bomba, pendiente de que no fuera a soltarse. Todos sus sentidos estaban encaminados a mantener aquel nudo inhibidor y no importaban ya las vacas, ni el algodón, ni los caballos, ni las flores, ni los tractores. Toda su humanidad mirando el nudo. Él pensaba en las consecuencias en caso de soltarse aquel nudo; estaba seguro por ejemplo de que la bomba iría a estrellarse contra algún avión o con la luna, o que caería en manos, digamos, de otro niño y que al día siguiente, ese niño tendría su bomba y él no; gravísimo.
No sabía si aparte del algodón o los globos, lo entusiasmaba ir al carnaval; porque siempre sagradamente veía las mismas vacas, los mismos globos, los mismos conejos, las mismas flores, los mismos tractores, las mismas vendedoras de mazorcas, los mismos caballos, los mismos vaqueros. Todo era igual.

Pero aquel día la ciudad tenía un sabor extraño.
Se fue él, 30 años después a hacer las veces no de hijo sino de padre; y se preguntó si a aquel niño, como a él entonces, lo entusiasmarían también sólo el algodón y los globos. Por eso se esmeró a muerte en que este día fuera memorable, y vieron juntos y compartieron viendo las mismas vacas, los mismos conejos, las mismas flores, los mismos tractores, las mismas vendedoras de mazorcas, los mismos caballos, los mismos vaqueros. Los globos de helio ahora eran tan comunes que ya aquel niño sabía qué es con helio que se inflaban y el algodón ya sabía él que se hacía de azúcar. Así que si el globo se iba hacia el avión o contra la luna, eso no importaba; sabía bien él que sólo le bastaría estirar la mano para obtener otro; en cuanto al algodón, simplemente no le gustaba.
Descubrió aquel hombre en cambio que lo que le entusiasmaba a aquel niño eran los juegos inflables y que se moría por saltar en ellos hasta sudar lo indecible, o hasta que lloviera y volviera la ropa un tres de limpiar el inflable con cada salto y cada "vuelta-canela"; y descubrió también, más bien reconfirmó, que no había placer más sublime que la compañía y las locuras y la sonrisa y el bienestar y la felicidad de ese niño.

Sin embargo, era muy extraño el sabor de aquella ciudad ese día.
Estar allí, y no verla, aún comprendiendo o creyendo comprender las circunstancias de la situación, le hicieron sentirse desolado. Aún cuando tenía cerca suyo a ese niño manantial de felicidad; la extrañó.
Y la había extrañado durante mucho tiempo pero no se había sentido a la altura de tal responsabilidad, de tal sentimiento. El miedo había sido un fantasma siempre temible para él.
Quizá fue por eso que trató de disfrutar al máximo aquel carnaval: montó en caballo y en la vaca gigante, caminó descalzo, se tomó una cerveza que fue más que suficiente, y corrió y jugó a las escondidas para no sentirse como no quería sentirse. Lo logró de a pocos.
Pero inevitablemente la pensó.

A ella.


Peter P@n